Más de 22 millones de quilómetros cuadrados de territorio. Casi 300 millones de personas. Aproximadamente 45 mil armas nucleares almacenadas. Existían 21 repúblicas dentro de sus fronteras y muchos más estados fueron influenciados por su comunismo. Durante gran parte del siglo XX, la Unión Soviética fue una superpotencia que ejerció influencia sobre una vasta parte de Europa y Asia. Entonces, ¿por qué se desintegró repentinamente en 1991?
Mirando hacia atrás en la historia, está claro que no hubo un solo factor que llevó a la caída de la Unión Soviética. Su desaparición había estado en proceso durante muchos años, sino décadas. Ella fue consecuencia de una serie de problemas económicos, ideológicos y políticos que se reforzaron mutuamente y llevaron al fin de la Guerra Fría.
Factores económicos
Durante muchos años, el estado soviético ejerció control sobre la industria, la agricultura y los servicios. Al principio, eso permitió un rápido crecimiento económico. Sin embargo, con el tiempo, las fallas inherentes de ese modelo se hicieron evidentes. En una economía planificada centralmente, había poco espacio para la iniciativa individual o la promesa de ganancias personales basadas en el trabajo duro. La gente no estaba tan inclinada a esforzarse más, ya que las recompensas a menudo eran limitadas por el estado. En ausencia de incentivos, los productores no innovaron y los consumidores se quedaron con productos de mala calidad y obsoletos.
Además, los burócratas favorecían fuertemente la industria pesada y la producción de armas. Para ellos, lo único que importaba era cerrar la brecha entre la URSS y los EE. UU. en el sector de defensa. Así, el estado desvió recursos sustanciales hacia el complejo militar-industrial, descuidando los bienes de consumo y los servicios públicos. En lugar de alimentar las bocas y las aspiraciones de su pueblo, el gobierno desatendió las crecientes escaseces y deficiencias en la atención sanitaria, educación, vivienda e infraestructura pública.
La combinación de estancamiento tecnológico y falta de cuidado por el bienestar de la población generó descontento entre los ciudadanos.
Factores ideológicos
La Unión Soviética estaba compuesta por numerosas etnias y culturas. Los Estados bálticos, los estados del Cáucaso y las repúblicas de Asia Central, así como Ucrania, Bielorrusia y Moldavia, tenían sentimientos nacionalistas. Cuando fueron incorporados a la URSS, estos sentimientos fueron suprimidos bajo una ideología comunista unificadora. El estado intentó alabar lo mejor posible su ideología. No obstante, el entusiasmo revolucionario disminuyó debido a una creciente desconexión entre la retórica oficial y las experiencias cotidianas.
La censura estricta generó cinismo, especialmente entre los jóvenes expuestos a los medios y las ideas occidentales. La afluencia de bienes de consumo a través del comercio internacional subrayó las disparidades entre los estándares de vida soviéticos y los de los países capitalistas. A medida que la autoridad central disminuyó, resurgieron las tensiones étnicas y los movimientos secesionistas ganaron impulso. Así es como los chechenos se rebelaron contra el gobierno y cómo los Estados bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) comenzaron a afirmar su derecho a la autodeterminación.
Factores políticos
En la década de 1980, el Partido Comunista de la URSS estaba liderado por una serie de hombres de edad avanzada. Leonid Brézhnev, Yuri Andrópov y Konstantín Chernenko, todos a mediados de los sesenta o setenta años, se sucedieron uno al otro a medida que sus predecesores morían. Su gobierno llegó a ser conocido como la gerontocracia: una estructura política dominada por líderes ancianos, debido a sus supuestas experiencia y sabiduría.
Sin embargo, Brézhnev, Andrópov y Chernenko estaban anclados en el pasado. Ellos tenían ideas anticuadas y no lograron implementar los cambios necesarios, perpetuando el estancamiento político y económico.
En 1985, por otro lado, el ascenso al poder de Mijaíl Gorbachov marcó un rompimiento con el pasado. Él implementó iniciativas de reforma que buscaban abordar las deficiencias del país: perestroika (reestructuración económica) y glasnost (apertura política). Aunque fueron inicialmente recibidas con optimismo cauteloso, esas políticas expusieron inadvertidamente los problemas sistémicos de la Unión Soviética.
La perestroika buscaba introducir mecanismos limitados de mercado y permitir cierto grado de empresa privada, con el objetivo de inyectar nueva vida a la economía soviética. No obstante, descentralizar la agricultura y la industria resultó un desafío. Las empresas estatales eran colosos obsoletos, plagados de corrupción y falta de progreso tecnológico. La privatización creó empresas que no tenían posibilidades de ofrecer productos competitivos. Así, la inflación, el desempleo y las escaseces empeoraron, y esto erosionó la confianza del público en la economía.
La glasnost buscaba promover la transparencia, la libertad de expresión y la discusión pública de temas que habían sido censurados durante mucho tiempo. Gorbachov quería que la gente encontrara soluciones a los problemas de la nación, mucho en el espíritu de los soviets, los consejos locales que se habían proliferado durante la Revolución Rusa. En cambio, la relajación de la censura debilitó las narrativas oficiales sobre la vida en la URSS. La gente discutió abiertamente las deficiencias, como la explosión de la central nuclear de Chernóbil y el posterior mal manejo del desastre. Esto llevó a un creciente descontento y llamados a cambios más amplios.
El colapso
El punto de inflexión llegó en agosto de 1991, cuando un grupo de miembros del Partido Comunista de línea dura intentó destituir a Gorbachov del cargo de secretario general del partido. Ellos temían que la perestroika y la glasnost desintegraran el país, y deseaban restaurar la gobernanza centralizada. Pero dicho intento de golpe de estado se encontró con una resistencia popular generalizada, liderada por el presidente ruso Boris Yeltsin.
El desafío de Yeltsin al golpe fortaleció su popularidad y lo posicionó como un líder carismático que abogaba por reformas democráticas y una mayor autonomía para las repúblicas constituyentes. Su influencia creció a medida que abogaba por la descentralización y apoyaba la soberanía de las repúblicas.
En medio del creciente impulso por el cambio, los líderes de tres importantes repúblicas soviéticas: Rusia, Ucrania y Bielorrusia, se reunieron en el Bosque de Belavezha el 8 de diciembre de 1991. En un acto trascendental, ellos firmaron el Acuerdo de Belavezha, que declaró la disolución de la Unión Soviética. Como su reemplazo, se creó la Comunidad de Estados Independientes (CEI). Esa nueva alianza buscaba fomentar la cooperación entre las antiguas repúblicas soviéticas, reconociendo su historia compartida y sus lazos económicos, pero preservando sus respectivas soberanías.
El 25 de diciembre, Gorbachov renunció a su cargo y la bandera comunista que había ondeado sobre el Kremlin durante décadas fue arriada, concluyendo el experimento soviético y simbolizando el fin de una superpotencia.
El legado del colapso
La disolución de la Unión Soviética tuvo repercusiones globales, remodelando la geopolítica e inaugurando una era de unipolaridad en las relaciones internacionales. A partir de entonces, el mundo estaría gobernado por una única superpotencia, los Estados Unidos, con el apoyo de sus aliados en Europa Occidental, Asia y Oceanía.
Las antiguas repúblicas soviéticas adoptarían principios liberales, aunque con dificultad. Algunas lograron una exitosa transición hacia gobiernos democráticos y economías de mercado, mientras que otras lucharon con inestabilidad política, corrupción y conflictos regionales. En algunos casos, todavía perduran vestigios de la rivalidad territorial de la Guerra Fría, como en el caso de Nagorno-Karabaj (disputado por Armenia y Azerbaiyán), Transnistria (una provincia moldava separatista) y Osetia del Sur y Abjasia (que declararon su independencia de Georgia).
En resumen, el colapso de la Unión Soviética fue el resultado de una compleja interacción de factores económicos, ideológicos y políticos. Hoy en día, el fin de la URSS sirve como recordatorio de que los gobiernos deben adaptarse a las demandas de sus pueblos. De lo contrario, pueden surgir movimientos capaces de cambiar por completo la trayectoria de las naciones.
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